MICROCORRUPCIONES

microcorrupciones
“Qué asco de políticos, son todos igual de corruptos». Miguel sentenciaba la enésima conversación sobre el tema mientras todo el mundo asentía con la cabeza y miraba hacia el suelo con resignación.

Bárcenas, UrdangarínGürtelGriñán y Rita Barberá habían sido algunos de los nombres propios en boca de los interlocutores.

Después, mientras apuraban el café, llegó la clásica pregunta de qué se podía hacer para luchar contra esta degeneración política. Y de nuevo, todos de acuerdo: a la cárcel sin fianzas y que devolvieran hasta el último céntimo de lo que habían robado, faltaría más.

Tras pedir la cuenta, Carlos sacó a colación el caso de Islandia, donde la presión de la ciudadanía consiguió que se encarcelara a los banqueros que habían llevado al país a la bancarrota y que hasta dimitiera el primer ministro tras descubrirse que tenía una cuenta millonaria en las Islas Vírgenes.

Diez minutos después el camarero trajo la nota y Nuria, que para algo era la economista (aunque ahora estuviera en el paro), se apresuró a hacer las cuentas para pagar a escote“Si nadie quiere el ticket me lo quedo yo, que luego Hacienda me cruje”, comentó Miguel mientras levantaba las monedas que habían depositado los demás sobre el platillo y tiraba del papel que había debajo.

Ante la pasividad general, Carlos se debatía internamente. Notaba cómo un torrente de sangre le iba subiendo a la cabeza y los nervios se apoderaban de su estómago.

“O sea, que acabamos de despotricar contra la corrupción y a la primera de cambio quieres cogerte la factura para desgravarte el IVA, ¿no? Muy bueno, sí señor. Que sí, que ya sé que eres autónomo y pagas una pasta cada mes, que no tienes baja ni prestación por desempleo pero, a menos que hayas estado haciendo negocios con nosotros durante el café, parece bastante evidente que, si te desgravas esta factura, en realidad es como si todos nosotros te hubiéramos invitado al café a ti. Porque Hacienda seguimos siendo todos, ¿no?”. 

Pero no fue capaz de abrir la boca y, en lugar del eco que dejan tras de sí las palabras que fluyen, lo que se le quedó en los labios a Carlos fue, una vez más, un regusto amargo de fracaso. Es cierto que, con la crisis, el grupo cada vez quedaba más en casas y menos en bares, pero en las contadas ocasiones en las que habían salido últimamente, a Miguel la jugada siempre le había salido redonda y se había llevado el ticket sin la más mínima oposición.

No estaba seguro de si alguien más en el grupo opinaría como él, pero desde luego, nadie se había atrevido a recriminarle a Miguel su conducta. Entonces le dio por pensar que quizá nadie se sintiera con la superioridad moral suficiente para decirle a Miguel que lo que estaba haciendo, a todas luces, era un fraude. Porque, aunque obviamente la cantidad defraudada fuera ridícula comparada con la de las Tarjetas Black o la Trama Púnica, el principio en el que se basaba era el mismo: la corrupción (o la microcorrupción). 

Así que parecía que el problema de fondo era que, quien más, quien menos, había cometido también pequeños fraudes, microcorrupciones. Que si Sonia tenía a la chica que le limpiaba la casa sin contrato, que si Daniel le acababa de regalar a su hijo un iPhone comprado a través de la empresa de un amigo, que si Luis no declaraba el piso que tenía en alquiler, que si Lidia acababa de favorecer profesionalmente a un cliente que la invitó a comer la semana pasada. Y así podrían contarse otras cuarenta y seis millones de historias en España. Incluso él mismo cayó en la cuenta de que hace años se había empadronado en casa de su hermana para que su hija pudiera entrar en el colegio que les gustaba, pero que no les correspondía por zona.

Esa noche, mientras caminaba de camino a casa, Carlos fue consciente de que, mientras callar ante el fraude sea más políticamente correcto que denunciarlo, nunca seremos Islandia.

Y tomó una determinación: dejar de criticar la corrupción de los de arriba y empezar a poner más atención a la microcorrupción que empezaba por él mismo.