DOPAMÍNAME

Dopamíname
A pesar de que la Navidad aún se veía por el espejo retrovisor, Marta había conseguido cumplir el objetivo de peso que se fijó hacía un año, cuando decidió que ya no podía seguir a base de pizzas, cañas y Gin-tonics

En realidad, tampoco es de extrañar que se mantuviera tan bien. De las ocho mil setecientas sesenta horas transcurridas en el último año, Marta había dedicado setecientas treinta a hacer deporte. Un ínfimo pero determinante ocho por ciento que había conseguido transformar sus esponjosos glúteos en un compacto amasijo de fibras musculares con las que sería capaz de partir un coco si fuera necesario. 

El primer obstáculo que tuvo que superar en su carrera hacia la perfección estética no fue físico, sino mental: el prejuicio, curiosamente compartido por muchos de sus amigos, de que al gimnasio sólo irían personas cortadas por el patrón de Hombres, Mujeres y Viceversa. Sin embargo, unas cuantas marujas esculpidas al más puro estilo Jane Fonda, algunos chicos jóvenes que luchaban contra su timidez a base de vigorexia y muchas treintañeras en búsqueda de unos abdominales perdidos entre carbohidratos (quién sabe desde hace cuánto o por cuánto tiempo) componían el ecosistema social del gimnasio, cosa que de entrada la tranquilizó. Y además, ningún ni-ni a la vista. Ya le estaban entrando ganas de romper a sudar y perder líquidos hasta rozar la deshidratación, cual bola del desierto en medio de un Western

Para asegurarse la supremacía en el ecosistema y, por qué no, para tener tema de conversación en el mundo exterior, decidió probar con el deporte de moda: el CrossFit. Una especie de entrenamiento militar, con cuerdas, anillas y ruedas gigantes que la enganchó desde el primer día. Tampoco pudo resistirse a las patadas y a las contorsiones del kick boxing. El resultado no se hizo esperar. Sus cientos de sentadillas semanales mantenían a raya la celulitis y hasta podía presumir de “bola” en el bíceps.

Trescientos gramos menos en la báscula, veinte abdominales más. Quince segundos menos en completar las rondas de CrossFit, dos por ciento más de masa muscular. Cinco kilos menos para alcanzar el objetivo, un minuto más frente al espejo. Cada vez se gustaba más y sentía que no podía parar. 

Suponía que la razón de su permanente estado de euforia se debía a la dopamina, la llamada “molécula del placer”. Pero quizá el origen de su ansiedad y su energía, ese neurotransmisor que se libera con el ejercicio físico pero también en los juegos de azar, las drogas o el amor, bien pudiera tener que ver con la atracción corporal que en ella despertaba esa teniente O’Neil de pelo largo que la instruía cuatro veces por semana.

Marta no quería ni pensarlo, pero no se saltaba ni una clase. Esos ratos en el gimnasio constituían su única fuente de placer, su definitiva vía de escape. Y, de lejos, la mejor alternativa el sexo que había encontrado.

¡Quién necesitaba contacto físico, teniendo imaginación! Olor a sudor que se filtraba hasta por las juntas de los ladrillos de ese gym de aspecto industrial, tan a la moda. La lista “Indie Workout” de Spotify de fondo. Las dos solas machacándose contra el saco hasta la extenuación. Ríete tú del sex appeal de Jennifer Beals con calentadores en Flash Dance.

Su particular teniente O’Neil la llevaba al límite con una sola orden tan firme como su vientre y la recompensaba con la más femenina de las sonrisas cuando le chocaba la mano, al finalizar el WOD (Work of the Day), en señal de reconocimiento por el trabajo bien hecho.

Pero, envuelta como estaba en esa nube de dopamina, en realidad Marta no sabía si quería acariciar o tener para sí misma ese torso que de tan perfecto parecía irreal.

Así que, sabiendo que se encontraba a merced de las hormonas, decidió que todavía no era el momento de comentarle ese pequeño detalle a su novio.

Parecía bastante encantado con la pérdida de peso de Marta pero aún no terminaba de entender por qué su líbido había tenido que acompañar a los kilos de más en el exilio.