SMARTPHONE, SMARTLOVE

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Dos personas juntas y, sin embargo, separadas en dos mundos. Los que se encuentran detrás de las pantallas de sus smartphones.

No es más que una variante de las personas que comparten mesa pero hace años que perdieron interés en comunicarse. Sin embargo ahora, el smartphone, ese nuevo extraño en el paraíso de la mediocridad, se ha convertido en el perfecto chivo expiatorio de una realidad decepcionante.

Un lugar que antes ocupó el periódico formato sábana o la pantalla de televisión, pero que ahora ha traspasado las fronteras del hogar y ha llevado el vacío a la terraza de un bar o al banco de un parque, donde las soledades en pareja se acompañan bajo la luz de una pantalla reflectante.

Recuerdo todo eso cuando levanto la mirada de la pantalla y veo a una chica de mi edad lanzándome una mirada inquisidora en los escasos segundos de indiscreción que el running le permite. Mi acompañante, sentado a mi lado, sigue enfrascado en su whatsapp, moviendo los dedos a un ritmo frenético.

La reflexión no dura demasiado, porque una nueva alerta en la pantalla luminosa inmediatamente me reclama: ‘¿Nos vamos?’. Sin pensarlo demasiado, tecleo: ‘Sí! Pero espera, que pido la cuenta’. Luego transformo la nota en audio y le doy a enviar. 

Una sonrisa de aprobación es todo lo que necesito para hacerle al camarero el gesto de escribir en el aire. Aunque va de aquí para allá con mucho ajetreo, me da a entender que ahora viene. Mientras tanto, mi acompañante se levanta de la mesa y, con su mano derecha, alcanza el bastón que había dejado junto a la silla.

Sí que es cierto que el amor es ciego. Pero en mi caso, además, es sordo y mudo.

‘Bendito smartphone’, me repito cada día.