TAPAR AGUJEROS

tapar agujeros
Cuando veía a aquella gente descorchando cava a través de la pantalla de la tele, a Mónica le daba por pensar que se trataba de actores contratados para la ocasión. Nunca había conocido a nadie real a quien le tocara el Gordo de la lotería de Navidad. 

Y, sin embargo y, a pesar de ese escepticismo lotero, cada año seguía comprando religiosamente el décimo en su trabajo, no fuera a ser que les tocara a todos menos a ella. 

Era consciente de que la probabilidad de conseguir un premio en la lotería era la misma que la de ser alcanzada por un rayo, pero cada 22 de diciembre, al despertarse, soñaba con protagonizar el telediario del mediodía, descorchando su botella de cava (o por qué no, de Moët & Chandon). Entonces el reportero le preguntaría qué tenía pensado hacer con tal cantidad de dinero y ella respondería que “tapar agujeros”. Otro clásico del sorteo de la lotería de Navidad.

Lo que todos sabían pero nadie decía en alto es que los agujeros de antes de la crisis no eran los de ahora. Ya no iba a amortizar la hipoteca ni a darse un caprichito. Ahora sus agujeros consistían en pagar la residencia de su madre, ayudar a la familia de su hermano, que llevaba más de tres años en paro y ya no tenía prestación y, con lo que sobrase, ahorrar para las futuras matrículas de la universidad de sus propios hijos. O incluso comprar un pisito en el centro, que invertir en ladrillo siempre es seguro. 

Unas horas después, volvía a casa más contenta que unas pascuas porque había ganado el reintegro de su décimo. Otro año más, la fortuna había pasado de largo, pero al menos, no había perdido dinero con la tontería de la lotería. 

Cuando subía las escaleras para salir del metro, la sorprendió el tumulto frente a la Administración de Lotería que había a escasos pasos. Unidades móviles de televisión y vecinos curiosos se concentraban frente a la puerta del establecimiento, con sonrisas de nerviosismo.

Antes de que pudiera llegar a la puerta y leer el cartel de “El gordo de Navidad, vendido aquí”, se le abalanzó su vecina Manuela, la viuda del segundo B, balbuceando y con lágrimas en los ojos. Sin que ninguna de las dos fuera capaz de articular palabra, se fundieron en el más sincero de los abrazos. 

Cuatrocientos mil euros le habían caído a Manuela en el décimo que le regalaron sus hijos la última vez que fueron a verla. Vivían en un barrio a las afueras, apenas a 10 kilómetros, pero iban a visitarla solo una vez al mes.

Cuando la vio descorchar la botella de cava, esta vez en directo, se alegró porque estaba segura de que Manuela también taparía agujeros con ese dinero.

De lo que no estaba tan segura es de si el Gordo conseguiría tapar ese otro agujero, más frío y sombrío, que la soledad había excavado lentamente a base de llamadas perdidas y ausencias.