LOS CABALLEROS LAS PREFIEREN SUMISAS

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Aterricé en Madrid cuando la crisis aún no se veía venir y, quien realizaba un máster, tenía muchas papeletas para acabar con contrato.

Como se trataba de una formación bastante especializada y compatible tanto para recién licenciados como para profesionales con experiencia, las clases se concentraban los viernes por la tarde y los sábados por la mañana.

Por lo precipitado de mi llegada a la ciudad, casi cuando las clases daban comienzo, tuve que buscar piso a toda prisa. Hacía pocos meses que había terminado la carrera y, aunque había realizado algunos trabajos esporádicos, no podía permitirme un apartamento para mí sola. La gente que conocía en Madrid tampoco tenía habitaciones disponibles, por lo que acabé uniéndome al club de los aspirantes a alquilar habitación en un piso compartido, intentando venderme como la compañera de piso ideal casting tras casting.

Exceptuando mi año de Erasmus, nunca había compartido piso, por lo que no tenía muchas exigencias ni expectativas previas. Sólo buscaba un lugar bien comunicado y tranquilo para comenzar mi nueva vida en Madrid.

Y así recalé en ese piso de Manuel Becerra, compartido con su propietario. Un Joven-Aunque-Sobradamente-Preparado en plena época del pelotazo urbanístico: trabajador en una inmobiliaria, con piso en propiedad pero lavando la ropa y comiendo cada día en casa de su madre, que vivía en el portal de al lado. Pura independencia, vaya.

Al mes de mudarme a su casa, descubrí el verdadero motivo por el que mi compañero adoraba esa independencia a medida. Era sábado y aún no había amanecido. Ya me había duchado y, mientras me vestía para salir al cercanías, escuché algo de barullo en la cocina. Distinguí varias voces de hombre y, por lo que pude entender, estaban haciendo una apuesta o echándose algo a suertes. Deduje que mi compañero y sus amigos habían decidido seguir la fiesta en casa. 

Me daba vergüenza cruzarme con ellos en el salón, pero no podía retrasarme mucho más, así que salí de mi habitación de puntillas y me escabullí sigilosamente en dirección al baño. Justo cuando iba a agarrar el pomo, la puerta se abrió y me encontré cara a cara con una mulata de unos 20 años, con el rímel corrido y un vestido ajustado que resaltaba sus pezones.

En una mirada que duró milésimas de segundo, hasta que ambas bajamos la cabeza con pudor, compartimos un cóctel emocional explosivo: mi asco, su vergüenza, mi ira, su miedo, mi empatía, su incertidumbre.

Cuando salía por la puerta, ella se estaba metiendo en la habitación con mi compañero de piso. Había tenido suerte y no tendría que esperar su turno, como los otros ansiosos machirulos que hacían tiempo alrededor de la mesa del salón, llena de coca desparramada.

Media hora después, en el cercanías, ya estaba marcando el número de teléfono de un nuevo piso al que mudarme.

Aún me pregunto por qué no marqué también el de la policía.