CUESTIÓN DE INSTINTO

‘Pirri’ tenía el pelo grisáceo y un gran instinto de supervivencia.
Llegó a nuestras vidas a regañadientes y envuelto en un saco de patatas, en un viaje sin escalas de la era hasta el patio de la casa del pueblo. A pesar de que, a mis nueve años, soñaba con una mascota casera, me resultó del todo imposible domesticar a aquel gato, por lo que acabamos manteniendo una convivencia pacífica aunque distante.
La abuela Franca fue la única que gruñó un poco al principio. Lógico. Se crió en una época en la que los animales tenían sólo tres fines dentro del hogar: servir como alimento, ayudar en el campo o comerse a otros animales más molestos. En ningún momento se planteó que Pirri pudiera hacerle compañía o llenar una rutina por lo general carente de actividad una vez pasados los 80.
Y, sin embargo, así ocurrió. Como en las mejores relaciones de pareja, ella se preocupaba por darle lo mejor y él la correspondía ofreciéndole su protección. Pero siempre desde la distancia, manteniendo intacto el espacio del otro.
En la charcutería aún recuerdan con sorna a Franca comprando chóped expresamente para el gato. Las buenas feligresas tampoco olvidan que Pirri acompañaba cada día a la abuela hasta la iglesia y se quedaba esperándola fuera hasta que terminase la misa. Luego, volvía a casa con ella y, cuando sabía que Franca estaba segura en el calor del hogar, se marchaba de ruta por los tejados.
En una de sus peripecias, debió de encontrarse con una gata. Al menos, eso dedujimos cuando, un día, la pobre apareció muerta en el pajar. Casi al mismo tiempo, Pirri comenzó a comer mucho más de lo normal. En cuanto devoraba el plato, ya se tratase de chóped o de sobras de nuestra comida, ya estaba maullando para que la abuela le diese más.
Tardamos unos días en entender lo que estaba ocurriendo, pero en el momento en que vimos pasar por el patio, fulminante como un rayo, a un cachorro de gato, y luego a otro y a otro, y así hasta cinco, entendimos que Pirri no se estaba alimentando con toda esa comida que tragaba.
La masticaba y la digería hasta convertirla en papilla, para que, al vomitarla, sirviese para sacar adelante a esos cachorros huérfanos, quién sabe si hijos suyos.
¿Instinto maternal? ¿Instinto de supervivencia?
Simplemente, cuestión de instinto.
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